miércoles, 12 de noviembre de 2014

Rutina


 
Como cada mañana, tragó a pequeños sorbos

Su café, cuidadosamente elegido,

Ese que disuelve inmisericorde los sueños.

 

Como cada mañana, se sentó a su mesa de trabajo,

Y revisó en su agenda las citas del día con la muerte.

Para vivir. Para no dejarse morir.

jueves, 17 de abril de 2014

Licencia poética. Rituales.



 
 
Los rituales tienen que ser nuestros. O logramos apoderarnos de los rituales que nos rodean, o creamos los nuestros, o… estamos perdidos.
Nuestros rituales dan la trama poética, necesaria, para vivir anclados a la vida. Conceden a un presente inasible que corre, una dimensión histórica; otorgan la pervivencia. Hacen la vida más verdadera.
Una situación cualquiera puede adquirir la dimensión del ritual por un giro, una decisión que implica un cambio. Un esto es importante, ojalá no lo olvide nunca.
Y es esa decisión la que le da una dimensión particular. Más allá de la simple réplica de un baile que nos enlaza a los demás, rindiendo tributo a la especie.
 
 
 


sábado, 12 de abril de 2014

La elusión del sentido

He vuelto. No sabía en que lugar podría ubicar esto que traigo y me acordé de este blog abandonado.

Esta entrada es un fragmento de un texto en construcción. Resulta tan complicado desplegar aquello de lo que quiero hablar... Cualquier comentario será bien recibido y agradecido por el trabajo que supone, ya que no es una entrada muy apropiada para el formato. Disculpas de antemano por  lo caótico y el escaso desarrollo de muchas ideas.





La elusión del sentido

 Al principio fue el cuerpo. Y no el Verbo, como  pretenden algunos. Aunque tal vez por aquí, acabásemos en una peregrina discusión sobre huevos y gallinas.

 Palabra de Freud: al principio fue el cuerpo.

 La pulsión. La pulsión es una exigencia que parte de un órgano en busca de una satisfacción. Y para satisfacerse, requiere de alguna intervención sobre el mundo exterior. Un ejemplo: el hambre. El estómago lanza una señal al cerebro y este opera entre el órgano y la realidad exterior para comandar las estrategias que le llevarán a obtener el alimento. Y satisfacer al estómago.

En principio, hasta aquí nada nos diferencia de cualquier animalito.

El cerebro, ante estas exigencias provenientes del cuerpo, va a evaluar cuánto trabajo le va a requerir la realidad para satisfacer al órgano.

Imagínense ahora, al cachorro recién nacido, absolutamente desvalido. Que ante esa exigencia del cuerpo y, habida cuenta de su extrema incapacidad, solo puede expresar su desesperación a través del llanto. Gran desesperación pero, en cierto otro sentido, pequeña, ya que no tiene ninguna historia dramática con la que alimentar el quilombo.

El ‘instinto maternal’ resuelve esta cuestión de los primeros tiempos, procurando el alimento al cachorro. Y en estos primeros intercambios entre la realidad, mediada principalmente con la función madre, y el pequeño sujeto, va a empezar la constitución de cada cual.

Y hasta aquí hemos hablado de supervivencia.

 

Pero a partir del nacimiento, va a empezar a constituirse otra pulsión, con la que no nacemos, pero que vendrá a responder a otro mandato biológico que también tiene que ser intermediado por el cuerpo, la perpetuación de la especie a través de la pulsión sexual.

 Ambos grupos de pulsiones, las de supervivencia del individuo como las de perpetuación de la especie, ponen en juego en caso extremo a la agresividad. Mientras me acerquen la teta a la boca, todo va bien, pero si no habrá que buscarse la vida.

 La pulsión sexual en sus requerimientos, va a procurar acercarse al otro para satisfacerse. Y aquí hay un factor que va a marcar los diferentes destinos del humano con el animal. El animal va a dar lugar a la constitución de su pulsión sexual de forma paralela a la constitución de su autonomía, de manera que, cuando emerja la pulsión sexual, el animal estará en condiciones de satisfacerla en la realidad.

 Para nosotros, la cosa es más lenta en lo que tiene que ver con la autonomía. Mucho más lenta. Así que, durante la primera infancia, se va a conjugar la emergencia de la sexualidad, con una autonomía prácticamente nula. ¿Y cómo se juega esto? Al niño se le va a exigir que renuncie a satisfacer sus pulsiones. Las exigencias sexuales van a quedar marginadas, y desde luego: ni con papá, ni con mamá, ni con los hermanitos, ni con… etc. ¡Que no me entere yo!

En cuanto a la agresividad, corre más o menos la misma suerte, aunque puede tener curso si no se dirige directamente contra los miembros de la propia familia: puedes destrozar los juguetes, hacer un agujero en la pared con la uña, etc. Y aquí es dónde entra en juego la mirada del adulto sobre estas conductas y cuáles son los límites que se establecen.

 Resumiendo mucho se puede decir que el niño, al tener una nula capacidad operativa, capta muy pronto que la satisfacción de sus demandas va a depender de su capacidad de manipulación sobre sus padres. Y los padres, van a tratar de que el niño aprenda a pedir las cosas… por favor, y también transmitirle lo que se puede y lo que no se puede hacer. Y al niño solo le quedará aceptar lo que se decida para él, para no poner en peligro su vida. Renuncia a sus pulsiones a cambio de asegurar su supervivencia, y allí es cuando contrae el miedo a la pérdida del amor. Es el momento en el que va a definir su particular forma de operar en el mundo. Un equilibrio particular entre la satisfacción de la pulsión y su forma de interactuar con la realidad que le circunda.

 Cuando la agresividad y la sexualidad se ven sometidas por este imperio de la realidad, el humano traslada sus pulsiones sobre el mundo exterior, para centrarse en la conquista de su autonomía. Va a devorar el mundo: ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué?... La pulsión agresiva se va a centrar en los objetos, ya sea destruyéndolos o bien, tratando de comprenderlos, con el fin de dominar la realidad exterior, tener cierto control sobre la misma. En cierto modo, sería como si lo que se sublimará fuera principalmente la agresividad. Pero en realidad se trata de un especial equilibrio entre las dos pulsiones.

 Desde esta perspectiva psicosis y neurosis van a hablar de dos formas de habérselas con la pulsión. El psicótico desdeña la realidad y se sigue empeñado en satisfacerse sojuzgando la pulsión lo menos posible. En cuanto al neurótico, disimula.

 La construcción del yo se hace a costa de la represión pulsional porque siempre se necesita comer. Siempre se está en el proceso de conquista del otro.

Más adelante, con la pubertad, la pulsión sexual va a surgir con brío y va a venir a desmantelar el equilibrio al que se había llegado.

 


El imperio del principio del placer

 El ello, que sería la representación psíquica de la exigencia pulsional, no entiende de la realidad, ni de la lógica, ni de nada que no tenga que ver con satisfacerse. Su amo absoluto es el principio del placer: no le vengas al estómago con razones. La realidad por su parte, va a la suya. Y entre estas dos instancias se encuentra el yo: dos amos ciertamente implacables. La principal inquietud del yo va a ser la seguridad. Preservarse. Eludir los riesgos que le sugiere el ello. El principio del placer también tiene su imperio sobre el yo, pero en el desarrollo, va a empezar a hacerse un lugar el principio de realidad: el yo va a entender que, a menudo, va a tener que dar un rodeo para lograr la satisfacción que le es exigida. Va a tener que hacer un trabajo para lograr el objetivo sin ponerse en un peligro excesivo.

Pensar va a ser una cuestión de supervivencia. Y para algunos, esta actividad va a llegar a suplantar en importancia y placer la del goce sexual con el otro. Por menos peligrosa.

 

La elusión del sentido

 Para muchos, todo esto que acabo de contar les sonará a cuento. Vivimos una época en la que se trata de desposeer de sentido cualquier palabra que no figure sancionada por alguna autoridad. La psiquiatría se ha empeñado en poner el foco en la reacción química, electríca o magnética sobre lo que nos acontece. No hay lugar para la subjetividad: para cada historia particular.

 Desequilibrios químicos, dicen algunos.

Sin duda Freud reconoce la importancia del factor cuantitativo de la pulsión. De hecho, esta importancia se destaca con toda claridad en la neurosis traumática, cuyo testimonio nos traen multitud de neurosis de guerra, o las víctimas de grandes accidentes. Pero no le reconoce una importancia preponderante en la constitución del sujeto. Aquí va a ser el peculiar equilibrio que encuentra cada sujeto entre la satisfacción pulsional y los tipos de riesgos que está dispuesto a asumir en esa conquista. Las brujas dejaron de existir porque las quemaban. Los brujos también.

 Desde Freud han sido innumerables los intentos de intervenir directamente sobre lo pulsional, confundiendo la sublimación con lo sublime. Así, hay una corriente que dice que los futbolistas deben evitar mantener relaciones sexuales antes de un partido. Como si con ello fueran a asegurar el sublime gol.

 También hay normas acerca de cómo debe ser la relación del niño con la madre en relación a la duración del  amamantamiento, cómo y cuándo debe ejercitarse el control de esfínteres, como reaccionar frente a las rabietas o a la masturbación, etc.

 Y lo que se dice pasa a un lugar segundo: me equivoqué, no quería decir eso, lo que diga da igual, lo importante son los hechos…

Vive el presente es un mandato en cierto modo perverso. Perverso, si en un momento dado se elude completamente lo dicho. No podemos renunciar a lo que sabemos para actuar y no deja de ser, en el caso de llegar a desdeñar lo sabido, idéntico a cualquier otro mandato superyoico.

 Se nos invita constantemente a eludir lo real del lenguaje, en una cultura dominada por los imperativos de la eficiencia y la rentabilidad.

 Es curioso comprobar como la psiquiatría en la definición ofrecida por Wikipedia, parece abdicar de la comprensión del sentido de los síntomas, para preferir su intervención directa sobre los mismos. Prefiere ubicarse en el cumplimiento de un objeto social: la atención a la demanda relacionada con el malestar psíquico,  el control de las masas y su adaptación a la realidad del sistema en el que le ha tocado vivir. Frente a tanto empeño prosaico, las definiciones de psicología y psicoanálisis se hunden en los procelosos mares de un  romanticismo que implica perseverar en la intelección del sentido.

El psicoanálisis parte de un fundamento biológico que le empuja a una visión funcionalista, incapaz de renunciar a las sempiternas preguntas: ¿Por qué? ¿Para qué?

Y es desde esta perspectiva funcionalista, desde la que va a edificar su teoría.

 
La visión funcionalista

 Los trastornos mentales vistos desde el psicoanálisis son considerados como perturbaciones funcionales del aparato psíquico. Perturbaciones funcionales entre diferentes instancias psíquicas definidas por la teoría psicoanalítica: consciente- inconsciente y yo-ello-superyó.  Instancias que se han ido constituyendo a lo largo de la niñez más temprana de cada sujeto, estableciendo en cada cual una forma de operar específica entre ellas. Sin ser demasiado conscientes de ello, en cada uno de nosotros, coexisten unos personajes que no siempre son un modelo de convivencia. Y algunos son más ruidosos que otros.  

Desde esta forma de concebir la enfermedad, carece de relevancia pensar en un excitador biológico, fisiológico, químico o magnético como elemento patógeno. Sí que se considera la influencia de factores constitucionales, pero actuando directamente (fármacos, tratamientos eléctricos, etc.) sobre ellos solo se asegura el aminoramiento expresivo del síntoma y de la exigencia de la pulsión. (ansiedad, insomnio, etc.) sin posibilidad de intervenir sobre el núcleo de la enfermedad.

 

 Los neuróticos conllevan más o menos las mismas disposiciones constitucionales que los otros seres humanos, vivencian lo mismo, las tareas que deben tramitar no son diversas. ¿Por qué, entonces, su vida es tanto peor y más difícil, y en ella sufren más sensaciones displacenteras, angustias y dolores.”[1]

 

La respuesta pasa en primer lugar por la consideración de la influencia de factores cuantitativos, algunos de los cuales son los constitucionales a los que nos acabamos de referir, a los que ofrece su respuesta más eficaz la psiquiatría. El fármaco ofrece el alivio casi inmediato del síntoma: reduciendo el dolor y la intensidad de las emociones, alterando la capacidad sináptica, focalizando la atención, etc. Sus efectos secundarios son asumidos desde el punto de vista de la relación coste-beneficio que solemos establecer con nosotros mismos.

Siguiendo con el punto de vista cuantitativo, también interviene eficazmente la psicología, para el desarrollo de aptitudes: habilidades sociales y cognitivas, recursos de comunicación y relación, etc. recetas para ‘vivir mejor’ pensadas por algunos para el ‘bienestar’ de otros.  

El establecimiento de protocolos encaminados a tramitar, de la forma menos costosa posible, los síntomas de grandes masas de población, es ineludible, al menos en primera instancia. El establecimiento de estos protocolos resulta un asunto polémico en un campo psi, en el que no hay una estructura conceptual que sea compartida por la comunidad que lo conforma. Se ha implantado el diagnóstico tipificado en guías como el DSM, una categorización exhaustiva de los diversos síndromes a través de la exploración de los síntomas y sucintas anamnesis.

Pero los síntomas mencionados no diferencian nítidamente entre situaciones relacionadas con avatares comunes de la vida como la pena, la pérdida, etc.  y unos procesos claramente neuróticos.  En la neurosis, siempre trata de una miseria particular, “puntos débiles” de toda organización normal.[2] Puntos débiles que solo permiten afrontar determinadas situaciones de la vida al coste de un síntoma.

El origen de esta particular organización del psiquismo se va a encontrar en todos los casos en la niñez del sujeto. Es en la época en la que se constituye el yo y en la que se van a estructurar los mecanismos mediante los cuales se abordarán la exigencia de satisfacción de la  pulsión y las excitaciones del mundo exterior. De los 0 a los 6 años.

Si durante la niñez se opta por la huida como mecanismo predilecto para abordar situaciones angustiosas, probablemente, acabará siendo una limitación importante para afrontar la vida adulta.

En lo relativo a las excitaciones externas, para huir puede bastar con cerrar los ojos, taparse los oídos o salir corriendo.

En cuanto a las internas la cosa pasa de forma más inadvertida. Más inadvertida, en parte, porque este conocimiento que aportó Freud no es admitido en la actualidad como relevante, y por tanto no son factores que sean tenidos en cuenta por el pensamiento “oficial” difundido por las principales instituciones encargadas de la salud. Y más inadvertidas aún porque un mecanismo psíquico implicado es el de la represión, que en sí misma induce a no considerar elementos que fueron relevantes para su instauración.  Dándose incluso el hecho de que sucumben a la amnesia todos los hechos relevantes de nuestra niñez, quedando solo algunos rastros vívidos.

 Si a esto le sumamos el hecho de que a lo largo de la niñez, se tendrá que adquirir toda la cultura circundante, la tarea puede parecer ingente. Se tiende a pensar la supuesta felicidad del hombre primitivo en base a la escasa exigencia cultural a la que debía someterse. La cultura ha supuesto la paulatina domesticación de los instintos ‘salvajes’: los modales, la forma de hablar, las diversas maneras de intervenir sobre el cuerpo (aseo, vestido, alimentación, sueño, etc.) hasta no dejar un resquicio sobre el que no haya intervenido. En sus primeros años, el niño ha de asumir todos estos requerimientos de la cultura y, simultáneamente, lograr la conformación de su yo,  y el dominio de las diferentes exigencias pulsionales.

De estos requerimientos, la cultura ha tenido un particular rechazo a la función sexual llegando a instaurar complejos tabús referentes al cómo, cuándo, cuánto, dónde, y con quién.   

Esta constitución del niño se va a producir en el núcleo de la relación con la familia más próxima: padre-madre-hermanos. Hacia los seis años, el niño habrá interiorizado quién es, si es un niño o una niña y el papel que le corresponde dentro de esas relaciones familiares. Los avatares de esta constitución no son sencillos: tendrá renunciar a sus progenitores, diferenciándose de ellos, para poder constituir un yo autónomo. En un primer tiempo el bebé no diferencia su cuerpo del de la madre. Son las sucesivas experiencias de separación, las que irán perfilando la posibilidad de una noción del yo, en una historia hecha de ausencias y presencias.

Y es en esta época en la que la clínica psicoanalítica va a encontrar el origen de la neurosis.

 

 

 

 



[1] Freud, Sigmund, Una muestra de trabajo psicoanalítico en Esquema de psicoanálisis, Tomo XXIII de las Obras Completas, xx Edición, xxxxxxx, Editorial Amorrortu, Buenos Aires.
[2] Id.